Miedo, rabia, impotencia, terror y debilidad fueron algunos de los sentimientos que inundaron mi cuerpo cuando él me tocó la entrepierna en medio de un grupo de hombres que se burlaban de mí.
Yo tenía tan solo 12 años, por lo que apenas comenzaba a usar ropa de adolescentes. Ese día llevaba puesta una playera y un pantalón verde que jamás volví a ponerme, sentía que había sido mi culpa, pues, se me ceñía al cuerpo.
Mi madre me había mandado a la tienda a comprar un refresco y le había ordenado a mi primo, un año menor que yo, acompañarme.
Estábamos a tan solo media cuadra de mi casa, nos faltaba solo dar la vuelta cuando pasamos en medio de un grupo de hombres, entre ellos él, un joven de unos 20 años, quien cobijado por los de su género y un par de cervezas se creyó con el derecho de vulnerarme el alma.
Recuerdo que al verlos decidí bajarme de la banqueta, y ese fue mi gran error, pues, todos se burlaron de mí. Sin voltear seguí caminando hasta que el momento llegó.
Entre carcajadas y gritos de “muéstrale quién manda”, él corrió tras de mí y sin ningún empachó agarró con sus manos mis nalgas y por si fuera poco se atrevió a presionar mi vagina.
Mi primo con cara de miedo salió corriendo mientras yo estaba completamente paralizada. Tan solo pude moverme porque al llegar a la esquina mi primo volteó y gritó. “huye”.
Ni Ana Gabriela Guevara habría alcanzado la velocidad con la que esa tarde llegué hasta la puerta de mi casa. Entré gritando “papá, papá ayúdame”, sin que me importara su fuerte temperamento y la lesión en el tobillo que le impedía en ese momento caminar bien.
A él tampoco le importó, pues mientras le narraba lo que me habían hecho él se perfilaba a la calle a defenderme.
Salió sin playera y sin chanclas pero con la rabia que un hombre siente cuando ve a su pequeña ultrajada.
Mi madre junto a mis tíos salieron tras mi padre, quien milagrosamente se había curado, pues, se olvidó de aquella lesión que lo había mantenido en cama por varios días.
Llegamos a la esquina de esa calle y mi padre volteó a verme y me pegunto quién había sido. Al vernos, el grupo de hombres trató de calmar a mi papá, quien no entendía razones y buscaba la forma de vengar la ofensa.
Como buen cobarde, mi agresor salió corriendo pero jamás creyó que en la esquina por la que escapaba estaba mi madre, quien tomó una piedra del piso y se la aventó con una puntería impresionante que le abrió parte de la cabeza.
La última imagen que guardo de ese momento tan miserable es la del agresor sangrando, llorando y corriendo para salvarse de la furia de mi padre, quien era detenido por los vecinos y cómplices de mi agresor, ya que sabían que mi padre era capaz de todo por su familia.
Por muchos años no pasé por esa calle, por meses no salí a hacer un mandado.
Hasta la fecha cuando camino por la calle volteo atrás constantemente, pues, me aterra la idea que alguien vuelva a aprovecharse y me toque como aquella tarde cuando solo tenía 12 años y no pude decir NO.